jueves, 27 de diciembre de 2012

San Andrés y la Soberanía Educativa


Debo confesar que no entiendo la indignación pública, la tristeza y la histeria que en la redes sociales ha desatado el fallo de la Corte de la Haya. A la mayoría nunca le ha importado mucho ni siquiera el problema de la tierra, a pesar del despojo y el desplazamiento, y ahora les da a todos por indignarse por el asunto del agua, pero no en la agenda de resistencia contra los megaproyectos, ni siquiera desde una moderada agenda verde, sino desde una perspectiva que parece sacada de las historias de mi abuelo sobre la guerra contra Perú. La verdad sea dicha es que nunca nos importó mucho San Andrés salvo por las fotos en cayo roncador –con el calentamiento global, próximamente, reliquias del pasado- y los días de playa, y por los electrodomésticos que nos dieron nuestros primeros reproductores de CD antes de la apertura.
La mejor prueba de la ausencia de país en San Andrés es la pobre provisión de oportunidades educativas que tiene la isla. Con la excepción de unas pocas universidades privadas, la mayoría de pobre reputación, la oferta educativa en San Andrés depende mayormente de la presencia de universidades públicas, que trabajando a pérdida han decidido que parte de su proyecto es hacer país en las fronteras. Dichos esfuerzos han sido costosos, y auto dirigidos, porque ante el congelamiento de la planta docente, y la progresiva desfinanciación de la universidad pública, la extensión de la oferta académica a estas regiones es más el producto de la buena voluntad política de la universidad, de su proyecto utópico por llamarlo de algún modo, y no de un plan sistemático para integrar a las regiones al desarrollo educativo nacional apoyado y respaldado por el gobierno central.
En el debate sobre la educación superior, se ha argumentado que el lucro proveerá los incentivos necesarios para desarrollar cobertura con calidad. ¿Qué pasa entonces en regiones donde el lucro no es suficiente, como San Andrés, Tumaco, Leticia o Arauca (donde la Universidad Nacional también tiene sedes de frontera)? ¿Esperamos a que se anexen a otros países, o que sus ciudadanos desconocidos en su identidad ante el abandono sostenido, prefieran elegir otras banderas, para entonces llamarlos traidores? La defensa de la soberanía debería empezar por la soberanía educativa. Así que cuando se indigne por el fallo de la Corte de la Haya, por favor indígnese también por la desfinanciación de la universidad pública.  

El homofóbico que hay en usted


No hay nada más peligroso que una nación convencida de su ecuanimidad, de la justicia de sus pasiones; nada más aterrador que un pueblo que ha llegado a creer que no tiene sesgos. Esto se ha visto en los gringos políticamente correctos que no tienen amigos Afro, o en las señoras bien que no discriminan a nadie pero que nunca han ido al sur, o, en usted, que no se indigna ante la petición del concejal Marco Fidel Ramírez de informar el número y entregar las hojas de vida de los funcionarios de la comunidad LGBTI que trabajan en Canal Capital. Sí, usted, el que se siente también un poco discriminado por el “desmesurado privilegio” que, según su yo inconsciente y el del concejal, el actual gobierno de Bogotá les ha dado a los miembros de esta comunidad.
No voy a hablar de la solicitud del concejo, ya de paso ilegal, y, porque no decirlo, impresentable en cualquier país que no sea una teocracia. Quiero hablar más bien de usted, el bystander, el que se sienta a mirar sin indignarse. Y la razón es la siguiente: hay en Colombia un negacionismo profundo sobre los propios sesgos, que es tan o más peligroso que los sesgos mismos.
Durante el par de sesiones que dedico al año a explicar el proceso de sesgos implícitos -esos sesgos que todos tenemos pero de los que no somos conscientes- siempre un grupo significativo de estudiantes se indigna con la sola sugerencia de que ellos también estén contaminados del mal. Las críticas van desde peticiones de derecho (e.g., “es mi derecho que no me guste cierto tipo de gente”) hasta sofisticadas sugerencias metodológicas (e.g., “los tiempos de reacción se ven afectados por el orden de los estímulos previos”), todas dirigidas a mostrar que la prueba de sesgos implícitos –el IAT- no demuestra que ellos tienen sesgos. ¿Quiere sentir la misma sensación? Pruebe uno de los tests disponibles en la página del IAT. ¿Quiere ver las críticas metodológicas y otros comentarios producto del negacionismo? Lea algunos de los comentarios al post de Julieta Lemaitre en donde, en una nota de pie de página, se hacía referencia a las posibilidades de usar este test desarrollado en laUniversidad de Harvard en el contexto colombiano.
Otra versión de este negacionismo es aquella que considera los sesgos justificados. Con epítetos irrepetibles, he oído muchas veces durante investigaciones el argumento típico: no es que yo tenga sesgos, es que ellos son así. Más perezosos, inmorales; menos honrados e inteligentes. Desconocen quienes se adscriben a esta posición que la forma en que construimos generalizaciones sobre categorías, como mostró ya hace 40 años el premio NobelDaniel Kahneman, está más influenciada por las representaciones previas que tenemos de esas categorías que por los hechos. Cuando alguien perteneciente a un grupo estereotipado se comporta contra el estereotipo, este comportamiento es desechado, olvidado por el observador. Cuando alguien perteneciente a un grupo discriminado, se comporta de acuerdo al estereotipo basta una y solo una instancia para condenarlos a todos. Y este error estadístico, generalizar de un solo evento, es el origen de los estereotipos, y lo que olvidan quienes defienden esta segunda forma de negacionismo.
El problema es el siguiente. De acuerdo a las teorías psicológicas contemporáneas, la forma en que la gente piensa está divida en dos regímenes enfrentados. Uno de ellos es automático, fácil de usar; el otro es controlado, consciente. Los estereotipos viven y sobreviven en el régimen automático, y solo son controlables, como mostró Patricia Devine, cuando hacemos el esfuerzo consciente de enfrentarnos a ellos. Cuando reconocemos al monstruo en nosotros.  Sin esto, estamos sujetos a reacciones automáticas de alta velocidad, a activaciones de contenidos y pensamientos automáticos que se nos vienen a la mente cuando no estamos pensando en nada. Cosas como, por ejemplo, la primera palabra, y por favor no se mienta a si mismo, que se le viene a la mente cuando oye la palabra “negro”. Si usted no es consciente de esas activaciones y asociaciones automáticas, es un esclavo de ellas.
La labor de la educación, particular pero no exclusivamente en ciencias sociales, tanto como reducir las representaciones sociales erradas hacia los grupos discriminados, es enseñar que todos tenemos sesgos implícitos; enseñar que es la conciencia de esos sesgos, de su mal inherente, lo que nos permite controlarlos. Susan Fiske ha señalado que, sin considerar otros niveles de descripción, a un nivel psicológico la justificación del genocidio se hace más fácil cuando se percibe a uno mismo como ecuánime, y al otro a través los lentes de la discriminación y el prejuicio. Por eso cuando alguien le diga que no tiene sesgos, corra.

No más videojuegos cerca de las escuelas


Hace poco, el congreso aprobó un a ley que regula el funcionamiento de los chuzitos y otros establecimientos que “prestan el servicio de videojuegos”. Lo que el congreso parece no entender es que los chuzitos son al mundo de los videojuegos, lo que la rockola es al mundo de la reproducción musical. Aunque existen algunas, su impacto es muy bajo y su importancia como objeto de consumo y práctica cultural es cada vez menor. Es decir, se acaba de aprobar diez años tarde, una ley para regular algo que va a desaparecer muy pronto. El uso de videojuegos está cada vez más mediado por el aumento del acceso de Internet en casa, y depende cada vez menos de los lugares públicos que la ley pretende regular.
Más grave aún es el tufillo prohibicionista que subyace a la ley, la ausencia de una concepción pedagógica y de un concepto serio sobre lo que los videojuegos implican en las sociedades contemporáneas. La ley y su justificación son una suma de lugares comunes sobre los peligros de los videojuegos, respaldada por una literatura desactualizada, y construida con un desconocimiento de las prácticas y realidades de los videojugadores. Entre los peligros potenciales de los videojuegos, por ejemplo, se menciona la tendinitis, como si ésta no existiera en otras actividades físicas inofensivas, como el ciclismo. Se afirma también que los videojugadores son personas solitarias, sin atender a las estadísticas que señalan un creciente uso de videojuegos entre la población general, y su rol como elementos de socialización.
Tal vez el aspecto más grave es que la ley propone una clasificación gradual de los videojuegos que en poco o nada refleja las diferencias que existen entre éstos. Contance Steinkuehler, pionera en el área de videojuegos y aprendizaje, y asesora de la Casa Blanca en educación digital por ejemplo ha planteado que los videojugadores no conciben los videojuegos en términos de rasgos superficiales (e.g., tener o no tener armaduras) sino en términos de las mecánicas de juego que los subyacen (e.g., manejar recursos, coordinar estrategias).  La ley divide los video juegos en una escala de violencia y desnudez que no sólo no es operacional, sino que en nada refleja las características profundas de los video juegos (para una clasificación de video juegos ver acá).
Una clasificación más adecuada agruparía los video juegos en términos de sus efectos educativos. Muchos autores (e.g., SquireSteinkuehler) han mostrado claramente que los videojuegos, a pesar de sus rasgos superficiales, tienen efectos positivos para el aprendizaje. Alrededor de ellos se generan por ejemplo comunidades de aprendizaje colaborativo que cooperan para producir aprendizaje de matemáticas. Los videojuegos mejoran además las prácticas de lectura, y facilitan la alfabetización digital. Negarle la posibilidad de usar los videojuegos a los niños es en alguna medida restarles oportunidades de desarrollo.
La verdad sea dicha los videojuegos no sólo no deberían ser prohibidos sino que deberían ser llevados a las escuelas. De hecho, ésta ha sido una de las líneas de desarrollo de la administración Obama y debería ser emulada en nuestro contexto. En realidad, lo que se debería respaldar es una política de educación digital que incluya los videojuegos y que le enseñe a los adolescentes a aprender a través de estas herramientas digitales. La oferta de videojuegos es gigante y los resultados de investigación muestran que en efecto éstos producen aprendizaje. A través de ellos se pueden enseñar desde disciplinas científicas hasta temáticas con los derechos humanos.
Prensky  plantea la distinción entre nativos e inmigrantes digitales; distinción que es clave para entender las dinámicas de la cultura en las sociedades contemporáneas. Para él, los inmigrantes no pueden comprender a cabalidad los significados de los objetos tecnológicos. Literalmente, los inmigrantes tienen acento en los contextos digitales: escriben mails con encabezado, usan el chat sin abreviaturas, le temen a Wikipedia y critican los videojuegos mientras ven ensimismados protagonistas de nuestra tele. Mientras la política pública se haga con ojos de inmigrante digital, es muy difícil que pueda capturar la complejidad de los procesos culturales que suceden alrededor de la tecnología, y contribuir efectivamente a una mejor educación y alfabetización digital para los jóvenes.

La revocatoria y la ignorancia política de los colombianos

Durante la última década, se implantaron reformas en la educación en ciencias sociales dirigidas a reemplazar los modelos tradicionales de enseñanza que se centraban en la memorización de nombres de próceres y fechas de batallas. Las reformas se dirigían por un lado a promover el desarrollo de competencias científicas en los estudios sociales y por el otro a desarrollar competencias ciudadanas. En un escenario ideal, se esperaba que las personas fueran capaces de entender y respetar los derechos propios y ajenos, de utilizar los mecanismos institucionales que permitían el ejercicio de esos derechos, y de pensar los fenómenos sociales con la perspectiva de expertos disciplinares. El respaldo acrítico de muchos ciudadanos a la revocatoria del congreso demuestra que dicho objetivo no se ha logrado. Las reformas fracasaron, por un lado, por la inercia pedagógica de la que son cómplices muchos docentes, administradores educativos y editoriales, y, por el otro, por la idea cada vez más extendida de que para ser un buen ciudadano basta con ser una buena persona.
Igual que con el método científico, enseñado y aprendido de memoria, gran parte de la historia que aprenden los colombianos sigue siendo regida por los libros de texto, que en poco han variado sus contenidos a partir de las reformas educativas. Lo poco que sabemos de historia lo sabemos de memoria, sin entender lo que Gaea Leinhardt llama temas y estructuras, los hilos invisibles que se tejen detrás de los eventos y las coyunturas del día a día,  las instituciones y los escenarios, las tensiones en las cuales estos eventos suceden. Tampoco tenemos habilidades mínimas de investigación en las áreas de ciencias sociales; somos, por ejemplo, incapaces de hacer lo que Sam Winburg llama sourcing: la capacidad de evaluar en cada fuente, en cada declaración, los intereses que se esconden detrás de los recuentos. No podemos en palabras de hoy distinguir, y temer, una convocatoria a una constituyente encomendada por el Uribismo, de una revocatoria del congreso promovida por un senador de izquierda. No podemos evaluar las radicalmente diferentes consecuencias de ambas; ni tampoco entender las vías institucionales y las restricciones de ambos procesos.
Más preocupante aún es lo que no aprendemos. En parte por el dominio excesivo del discurso de las competencias, que separa razonamiento de contenido, los colombianos pensamos hoy en día la historia sin nombres y los derechos sin mecanismos. En este discurso, se asume que un ciudadano es capaz de comprender “algunas característica de las organizaciones político-administrativas colombianas en diferentes épocas”, sin entender los actores con nombres propios y los intereses existentes en dichos escenarios. Este discurso también asume que las personas son capaces de comprender “las características del Estado de Derecho y del Estado Social de Derecho” sin tener un razonamiento complejo de las tensiones emergentes en las que éste se desenvuelve. Aunque, en muchos casos, los estándares mencionan los mecanismos institucionales, la traducción de dichos estándares a la práctica ha estado mediada por creencias como que basta crear ambientes democráticos en el aula y ciudadanos tolerantes en lo interpersonal para mejorar automáticamente la participación ciudadana.
La investigación en cognición y educación ha mostrado consistentemente que el contenido importa en el razonamiento en dominios específicos como la historia. No se puede ser inteligente en abstracto.  No basta con indignarse con los crímenes de los paramilitares si se es incapaz de seguir la ruta, de nuevo, con nombres propios, que los conecta con personajes de la vida pública. No basta indignarse con el congreso, si a la hora de votar no podemos seguir las relaciones a través del tiempo que conectan las redes políticas del congreso con los poderes regionales, o si no entendemos las funciones que éste tiene en el sistema de pesos y contrapesos de la democracia. Una conclusión fácil para un ciudadano educado debería ser que cerrar el congreso es dejar al ejecutivo sin equilibrios: es no entender que hay que colonizar los espacios políticos sin destruirlos, que hay que participar sin dejarse manipular.
No es que no haya momentos para empujar iniciativas ciudadanas que van más allá de lo institucional. Ha habido momentos en que era necesario hacerlo, como, por ejemplo, en la convocatoria a la asamblea nacional constituyente del 91. Sin embargo, el temor ya expresado por muchos es que los colombianos no entendemos la democracia. Y sin esto es muy fácil que en los afanes anti-institucionales muchos intenten pescar en río revuelto, que bajo esta cubierta oscura se pueden ocultar los enemigos de la constitución y sus defensores, los que quieren revocar el congreso desde la izquierda y los que quieren debilitar al presidente desde la derecha. El temor es que los ciudadanos no entiendan al final que si no votamos bien, y no construimos opciones de participación política, no hay mucho que hacer. Porque nadie quiere, como sucedió en Egipto, derrotar una dictadura de 30 años y terminar eligiendo entre un miembro del gobierno anterior y los hermanos musulmanes (o los que sean sus equivalentes en el momento político actual de los colombianos).

Más horas, más niños, peor educación


Hace poco tuve una conversación con un padre de familia que me sorprendió. Básicamente, este padre de familia sostenía que la educación pública había dejado de ser una opción en la ciudad donde él había crecido y que planeaba enviar a sus hijos a una escuela privada. La conversación no me sorprendió porque afirmara que existía una asimetría entre la calidad de la educación pública y privada, sino porque dejaba implícita la idea de que la calidad de la educación pública, al menos en la región a la que él se refería, había venido disminuyendo. Esto me recordó a su vez unas declaraciones de Moisés Wasserman en la que, en relación con las posibles implicaciones de la reforma a la ley 30 en educación superior, se preguntaba: ¿Dónde habían quedado los grandes colegios públicos?.
Para quienes trabajamos en investigación educativa, esta hipótesis es sorprendente porque en los últimos 10 años se han implementados como nunca medidas para mejorar la calidad de la educación pública. Estas medidas incluyen un aumento fuerte en los sistemas de evaluación docente y estudiantil, el aumento del número de días que los niños deben pasar en el aula, y un impulso amplio a la cobertura del sistema público en educación. Entonces ¿Cómo es posible que la percepción de la calidad este disminuyendo?
Es posible que la calidad se haya visto afectada por factores coyunturales como la imposición de la promoción automática, que evita la deserción pero sacrifica los recursos de los docentes en términos de exigencia académica. Es posible también que la calidad se haya podido ver afectada por la restricción existente en muchas regiones a la opción que tienen los profesores de pedir libros de texto. Decisión que si bien protege el acceso de los estudiantes, deja a los maestros sin herramientas para respaldar el aprendizaje en el aula. Es también posible que los colegios públicos en las capitales sean la última talanquera, el último dique, que contiene la explosión social proveniente del desplazamiento y las consecuencias de la guerra que hemos vivido. En este sentido, en los últimos años los colegios han tenido que empezar a atender poblaciones anómicas, con identidades fracturadas, y con niveles de vida muy deficientes. Es posible también que el aumento en la cobertura, haya sacrificado los niveles de calidad.
Es posible finalmente que las políticas tengan efectos paradójicos sobre la calidad de la enseñanza no pronosticados durante el diseño. Quiero hacer énfasis en una medida sobre la cual he hablado con algunos profesores en visitas recientes a colegios: el aumento en cobertura sin un aumento en la planta física (e.g., edificios e instalaciones). Particularmente, me refiero aquí a los aumentos en el número de horas de clase que los docentes deben dictar a la semana. Estas medidas han causado, en palabras de los docentes, simplemente un aumento en el tamaño de las clases, el cual se sabe en la literatura es un factor negativo en el rendimiento académico.
La lógica como me la explicaron los profesores es la siguiente: en directrices recientes el Ministerio ordenó que los docentes deberían cumplir 22 horas efectivas de clase a la semana. En años anteriores, se contaban las horas de clase por el número de periodos de clase que eran de 55 minutos, es decir, que los docentes dictaban aproximadamente 20 horas a la semana. En la nueva política del Ministerio, los docentes deben aumentar su carga para cumplir con las 22 horas efectivas, osea, tienen que dictar 22 horas de clase y no 20 horas a la semana como sucedía anteriormente. Hasta ahí todo bien (a pesar de las críticas de FECODE). El problema es que las horas de clase están amarradas al número de estudiantes. Es decir el número de horas que se deben dictar en un colegio depende del número de estudiantes. A más estudiantes, más horas necesitan ser cubiertas. El problema es que con la nueva directriz la única forma en que los colegios pueden cuadrar las cuentas es aumentando el número de niños por profesor (dado que los salones no aumentan y están ocupados en su totalidad durante las 6 horas de jornada escolar). Es decir, educar 20 niños implica, en un ejemplo hipotético, 20 horas de clase (Osea la carga de un profesor). Educar 220 niños, 220 horas. El problema es que esas 220 horas antes de la nueva normativa equivalían a la carga de 11 profesores, y ahora a la carga de 10 profesores solamente (osea que sobraría un profesor). ¿Cómo pueden los colegios solucionar esto? Poniendo 20 niños más en sus salones de clase. Este hecho puede tener un efecto negativo en la calidad, equivalente al que ha tenido el aumento en el tamaño de las clases para cumplir con las metas de cobertura.
Es claro que aumentar la carga docente permite controlar fenómenos perversos como los profesores por taxímetro, aquellos que trabajan un rato en el colegio público y después hacen otra jornada en un colegio privado (que son una minoría). Sin embargo, si no se revisan cuidadosamente los efectos de estas medidas, los resultados pueden ser igualmente perversos. En su entrada, Darío Maldonado, por ejemplo, señaló que los maestros colombianos no trabajan menos, sino más que los maestros de países comparables. Creo adicionalmente que es necesario abandonar la lógica del sufrimiento, propia de las tradiciones católicas, en la construcción de la política pública en educación. En está lógica, se considera que de más trabajo y más exigencia se deriva necesariamente un mejor aprendizaje. Los estudios desde hace muchos años han mostrado queperíodos de descanso más largos mejoran el aprendizaje, y que dormir más es necesario para un desempeño de alto rendimiento. Al final, no se trata de exigir más, sino de proporcionar mejores herramientas.

Colombia es un país sin Internet


Siempre que uno vuelve al país después de pasar un tiempo largo afuera, hay un periodo de choque y un evento detonante. Para algunos ha sido por ejemplo estar a punto de morir atropellado por confiar en la luz roja, o discutir con alguien que se quiere colar en la línea de entrada a un banco. Para mí, fue darme cuenta de que vivo en un país sin Internet.
En los primeros días de mi regreso al país, intenté por varias semanas activar el sistema de pagos electrónicos de mi banco. Cuando llamé a preguntar, me dijeron que dado que no tenía clave para atención telefónica, ni para Internet, debía acercarme a una oficina (lo que estaba intentando evitar en primer lugar). Una vez allí, y después de esperar en línea media hora, una amable funcionaria me indicó que el trámite ya había sido solicitado pero que debía esperar una misteriosa llamada para verificar mi identidad. Pero si estoy aquí! pensé… ¿no sería más fácil comprobar que yo soy yo, y terminar el trámite de una vez?. Después de varios días, la famosa llamada al fin sucedió. En ella, me preguntaron la dirección y el teléfono de la casa donde había vivido 10 años antes, y mi historial de transacciones desde que abrí mi primera cuenta en un banco que ya no existe. Como fallé el test -obvio no me acordaba- la activación electrónica nunca se realizó. Después de intentar varias veces, y repasar, papeles en mano, mis direcciones anteriores, al fin logré pasar. El problema: cuando fui a intentar pagar la luz, me dijeron que debía realizar el mismo procedimiento -esperar la misteriosa llamada- para poder inscribir cada uno de los servicios. Así pasaron dos meses antes de que pudiera pagar algún servicio por medios virtuales. Cuando al fin lo logré, en la compañía inmobiliaria me empezaron a pedir los recibos pagados “con el sello”, como prueba de que efectivamente los había pagado. Como al fin había logrado activar los pagos electrónicos, no tenía prueba de que efectivamente los estaba pagando.
En el tiempo intermedio, empecé a darme cuenta que algo profundamente extraño pasaba con Internet en mi país: aunque formalmente estaba allí, y para efectos de interacción social funcionaba muy bien, ningún procedimiento efectivo podía realizarse por este medio. Cuando intenté pagar mi cuenta de teléfono celular a través de Internet, me encontré con un link de pagos online, en donde se presentaba una lista de las oficinas disponibles, y una invitación a acercarme a “cualquiera de nuestros puntos de pago”. En otra ocasión, cuando fui a comprar una entrada para un concierto, el pago se perdió, y tuve que acercarme a un centro de atención. El siguiente problema: el sitio web de la compañía que vendía las boletas no presentaba los horarios de atención. Hace poco, buscando la dirección de una compañía de envíos, descubrí que cuando hacía click en el mapa para ubicar las oficinas, aparecía un mapa de googlemaps sin indicación alguna de dónde quedaban.
En otra ocasión estaba intentando hacer una reservación en un hotel cerca de Bogotá y cuando llamé a preguntar si podía hacer una reserva, la persona que atendía me dijo que sí, que debía ir al banco, pagar, y mandarles un fax con el recibo. Después de llamar a varios hoteles de la zona, me dí cuenta de que esa era la regla más que la excepción.
Hace pocas semanas, advertí a una recién llegada sobre este efecto. Incrédula, ella intentó pedir un domicilio usando un formato para pedidos online en una famosa cadena de hamburguesas. “Ves que si se puede hacer online?” me dijo. Yo le advertí que era mejor llamar. Esperamos una hora, dos horas, hasta que llamaron del sitio. ¿Ustedes pidieron un domicilio? Sí! contestamos entre desesperados y expectantes. “Es para que por favor nos digan qué fue lo que pidieron porque el sistema no registra eso”.
Por supuesto, Internet sirve para efectos sociales, y ha habido un crecimiento gigante en uso y cobertura. Pero para la gran mayoría de propósitos prácticos, Internet es en Colombia lo que el correo fue por muchos años: una institución de baja credibilidad, sujeta al azar: un servicio del que las personas desconfían, temen. Varios de mis amigos en el exterior, me han confesado la sorpresa que les produce poder comprar cosas por Internet, y saber que éstas llegarán a casa. Aquí, en muchos sitios web, públicos y privados, proveer un servicio virtual, es más el producto de una transición de forma pero no de un cambio profundo en las formas de funcionamiento organizacional. Muchos sitios son literalmente innavegables: encontrar un servicio toma 10 o 15 minutos; hacerlo funcionar, media hora. Si Internet no sirve para los aspectos prácticos de la vida, es muy difícil que se convierta en un redistribuidor efectivo de bienes y servicios educativos y culturales.
El ministerio de TICs recibió esta semana el “Government Leadership Award 2012” por sus esfuerzos para ampliar la cobertura a través del programa “Vive Digital”. El Ministerio de Educación ha incorporado la educación digital dentro de sus programas bandera. Sin embargo, una transformación más profunda se requiere para que Internet se convierta en una realidad, y para que la educación digital sea efectiva en cambiar la cultura de uso y consumo de recursos digitales. Esta transformación debería empezar con que los empresarios, y los funcionarios que dirigen entidades públicas, entren de vez en cuando a los servicios virtuales de las organizaciones que dirigen, y revisen que sí estén funcionando.  Sin servicios virtuales eficientes es muy difícil que se empiece a cerrar de verdad la brecha digital. 

¿Quién le teme a la Wiki?


Con wikipedia en paro, wikileaks al borde la quiebra y Assange arrinconado para evitar su extradición, la furia institucional parece estar ganando la batalla. La pregunta es, entonces, si los cambios que sus autores pretendieron impulsar -la democratización de la información a través de los adelantos digitales-, trascenderán la gloria y la caída de las wikis. Lo que desconocen quienes cantan victoria desde la institucionalidad, y entre estos una buena parte de los actores educativos, es que la transformación en las formas de producción cultural es tan profunda que se requeriría cortar el cable para poder ganarla.
Existe un lugar común en algunos sectores intelectuales, particularmente entre una fracción importante de profesores y otros auto-nombrados protectores del saber público: Wikipedia es una fuente de desinformación. La verdad es que Wikipedia no es significativamente menos precisa que las enciclopedias y libros de texto usados por la mayoría de los adolescentes y que el razonamiento colaborativo, del cual Wikipedia es un ejemplo privilegiado, tiene una alta probabilidad de producir mejores resultados que los productos individuales (Ver Comentario). Wikipedia no es un recurso menor cuando se le compara con las fuentes de información que tienen las poblaciones no especializadas. De hecho, muchos de los artículos escritos anónimamente para la Wiki son realizados por estudiantes graduados o profesores cuya formación sobrepasa con creces la de los autores de los libros de texto.
Dicho esto, la pregunta es por qué existe tanta animadversión contra Wikipedia en algunos grupos intelectuales en el contexto Colombiano? La pregunta es, en otras palabras: ¿Quién le teme a Wikipedia?
Habría que empezar por señalar a aquellos que tuvieron el control del capital simbólico, el mapa de recursos de lo que es valioso o no dentro de los espacios intelectuales y sociales durante años, y lo perdieron con el advenimiento de la Internet. Los que tenían el poder económico para pagar una subscripción al New Yorker o al New York Review of Books en los 90´s y podían citar en sus artículos  las últimas tendencias de la intelectualidad global:  “Esos que llamábamos intelectuales, antes de la Internet”, como los refería, con ironía, el profesor argentino Marcelo Auday. De alguna forma, lo que los recursos virtuales, con Wikipedia a  la cabeza, han hecho a los detentores del capital simbólico es -usando una metáfora metalera- “caspearles el grupo”. Hacer popular lo que antes estaba restringido a una élite que se preciaba de sus méritos y coleccionaba recursos en función del control de ciertos códigos, ciertas formas de hablar, ciertas preferencias.
Para seguir habría que pensar en aquellos cuyo rol ha sido la acumulación y defensa del conocimiento. Y allí cabrían actores diversos: profesores simpatizantes de las pedagogías tradicionales, abogados educados en la memoria del código, productores de la industria cultural dependientes de un consumo mediático restringido. Aquellos a los que Wikipedia les quitó el monopolio del saber. Monopolio ya debilitado antes por las fotocopias y siglos antes por la imprenta. Con Wikipedia lo que uno dice como profesor está sujeto a revisión, siempre hay una segunda opinión. Y eso produce terror. El conocimiento público nos desviste de nuestras pretensiones intelectuales y hace evidentes nuestras debilidades.
Por último habría que señalar a los nostálgicos de la idea del autor. Aquellos para quienes el valor del conocimiento viene de quien lo dice y no de lo que se dice; aquellos para quienes la gloria consiste en ser ellos los primeros, y los únicos, que lo dijeron. Todavía hay profesores universitarios (no todos por supuesto) que eliminan sistemáticamente los coautores de sus textos -normalmente asistentes de investigación con menos poder y buenas ideas- a la hora de la publicación final. Como si no supiéramos todos, que al final del día, nuestras ideas surgen, en gran medida, de los intercambios que tenemos con nuestros grupos de investigación y con nuestros pares académicos.
Todavía hay quienes sueñan que se podrán encerrar por días en una habitación vacía y saldrán a los seis meses con una idea que cambiará el mundo. Para este grupo, Wikipedia es un peligro porque respalda la idea de que un producto intelectual confiable puede existir sin un autor. Como si las grandes enciclopedias no fueran también el producto de unos pocos elegidos arbitrariamente: lords ingleses en la enciclopedia británica, autores locales educados en colegios privados, profesores universitarios con un rubro en sus proyectos para financiar libros.
Cuando se habla alfabetización generalmente se piensa en la manera de lograr que grupos significativos de la población más vulnerable accedan a habilidades básicas de lectura y escritura. Esta preocupación, por supuesto, no es gratuita en un país donde más de un millón seiscientas mil personas no saben leer, ni escribir. Sin embargo, la alfabetización hoy requiere educar ciudadanos capaces de usar medios digitales y esto implica no solamente ser capaz de prender un computador y entrar a Internet; implica educar personas capaces de entender que, como dice Erica Halverson, la alfabetización no se reduce a saber consumir productos culturales sino también requiere ser capaz de producir contenidos. Ciudadanos capaces de entender el valor del razonamiento colectivo en ambientes virtuales y de aceptar sus matices. Los enemigos y los aliados de Julian Assange están entre nosotros, y las escuelas no están preparadas para educarlos.

Los muertos no se cuentan así: No todas las victimas son iguales para los medios


Por Javier Corredor
Hay tres momentos en la insuficiente producción mediática relativa a la memoria histórica en Latinoamérica que siempre me han impresionado. Uno, durante las visitas pedagógicas para la recuperación de la memoria de la masacre de Trujillo, un grupo de estudiantes de Cali viaja a la casa monumento que los habitantes de Trujillo han construido y defendido con las uñas (min 1:30). El viaje inicial destila la frivolidad de la adolescencia. Los muchachos hablan, bromean. Para ellos este es sólo un paseo más. Esto sucede en el bus, en el camino al monumento y en el corredor de la casa. Hasta que una niña entra y en medio de las bromas destinadas a ser olvidadas, mira el muro en donde están las fotos de los muertos, la galería, infinita en el alma de esta nación.
Y entonces sólo el silencio.


La cara de esa niña es la metáfora de un país que se despierta, atolondrado, dolido, consciente por primera vez del olvido del que ha sido cómplice desde el comienzo.

Los otros dos testimonios son la forma en que durante los periodos iniciales de la democracia, las estudiantes de un colegio de bachillerato chileno discuten cándidamente, casi con aceptación, las atrocidades de la dictadura, en “La Memoria Obstinada” de Patricio Guzmán (min 7:54), y la forma en que universitarios argentinos en los primeros años de la democracia justificaban las desapariciones y el robo de niños, sin ningún tipo de pudor, frente Estela Carlotto, una víctima emblemática de esa tragedia (min 4:30).
Lo que más me confronta de estos recuentos es darme cuenta del ambiente posdictactorial, a pesar de que no hubo dictadura, que se vive en Colombia. Un ambiente en el que el sufrimiento de las víctimas, particularmente las más pobres y alejadas del poder, es ignorado, y en muchos casos justificado en el imaginario público.
Olvido y medios
Pensando en esto, me fui y busqué unos datos que había recolectado hace años para una investigación que dejé olvidada por cosas más importantes, creía yo, hasta hoy. En esos datos básicamente le pedía a un grupo de universitarios bogotanos que miraran fotos de víctimas de la violencia colombiana, acribillados por sicarios en el genocidio de los 80s, emboscados en el surgimiento de la nación paramilitar de los 90s, secuestrados en el plan de guerra de la guerrilla con el que comenzó este siglo. Les pedí también que me dijeran si recordaban una cosa - aunque fuera una sola cosa!!!- de cada una de ellas. Después busqué en la base de datos de eltiempo.com cuántas veces cada una de esas víctimas había sido mencionada desde los noventa, y use técnicas estadísticas simples para hacerme una imagen de lo que estaba pasando. Dos cosas fueron claras, las víctimas pertenecientes a la derecha son más visibles en los medios y en la memoria. Dos, la memoria histórica depende de la frecuencia con la que se haga referencia a un evento, en este caso las circunstancias de una víctima, en los medios masivos.

En busca del tiempo perdido
Lo que estos dos resultados señalan es la necesidad de una agenda que no sólo reconstruya la verdad, como ya se está haciendo, sino que visibilice en los medios y en los contextos educativos lo que aquí pasó. Esto implica, por un lado, investigación empírica de diversos tipos -desde encuestas hasta análisis narrativos- que permitan evaluar el efecto de los esfuerzos por visibilizar la memoria histórica. Por otro, esta agenda requiere construir una nueva pedagogía, particularmente en Ciencias Sociales, para la recuperación de la memoria.


En la actualidad, existen importantes iniciativas para reconstruir lo que pasó y algunos intentos por visibilizar los resultados de estas investigaciones. Entre esas iniciativas podemos contar con espacios como "Verdad Abierta" y series como "Contravía",  "La Vida en Juego", "La Verdad sea Dicha" producida por el Instituto Popular de Capacitación, y "Nunca Más" impulsada por la CNRR. Estas series, sin embargo, han sido transmitidas en su mayoría por el canal institucional, el canal universitario Zoom, y señal Colombia, y en poco han permeado la televisión comercial en sus horarios prime.

El problema no es de rating: en Argentina, por ejemplo, una serie comercial ganadora del emmy, "Televisión por la Identidad", giraba alrededor de los desaparecidos. El problema es de voluntad política. ¿Si hay espacio para los -en muchos casos sosos- informes del noticiero de la cámara, o las aburridas presentaciones de los partidos políticos en campaña, cómo puede no haber un espacio para documentales que conmueven el alma hasta el tuétano, que mucha gente vería sin problemas, y que de paso nos enseñarían algo sobre el origen de nuestra tragedia?

La ley de víctimas es insuficiente también en materia de educación
La otra ruta para reconstruir la memoria histórica es el cambio pedagógico. Sin embargo en esta área, el panorama es aún más oscuro, como lo señala Tatiana Acevedo cuando evalúa los recuentos de la violencia reciente en los libros de texto. La mención a las víctimas, particularmente si estas son de izquierda, es marginal e imprecisa. Al respecto, la ley de víctimas establece que el MEN fomentará “programas y proyectos” enfocados en la restitución, el ejercicio de los derechos y el desarrollo de competencias ciudadanas. El proyecto de decreto reglamentario, hecho público hace poco, por su parte, se deshace del problema y lo supedita al plan al Plan Nacional de Educación en Derechos Humanos (PLANEDH). Éste último documento a su vez presenta un panorma amplio de lo que debe ser la educación en derechos humanos, incluyendo, entre otras, componentes como las actitudes y valores, las competencias, el conocimiento de los derechos humanos y el reconocimiento de la historia. El riesgo es que es difícil saber a partir del documento, qué pasará con la educación en lo relativo a la imagen de las víctimas. Esto depende del delicado equilibrio entre los diferentes elementos señalados en el documento. Es posible, por ejemplo, que una educación enfocada mayormente en competencias puede olvidar a las víctimas.

La comprensión histórica, como todo el razonamiento humano, es de dominio especifico. Esto quiere decir que uno no puede aprender a ser tolerante en abstracto. La tolerancia en el micro nivel no es suficiente. Muchas de las personas que observaron silenciosamente el holocausto, por ejemplo, eran buenas en el sentido interpersonal, buenos ciudadanos, vecinos respetables. Pero, en ausencia de una comprensión histórica compleja y un entendimiento de los factores que mueven la historia hacia destinos trágicos, muchas de ellas se convirtieron en cómplices de la barbarie. Una educación para la memoria histórica necesita mostrar qué pasó con nombres propios e incluir a todas las víctimas, incluyendo por igual a secuestrados y a víctimas de las masacres de todos los actores del conflicto, en un currículo esencial que todo ciudadano deba saber.

Coda
Para iniciar este blog, elegí deliberadamente el título del libro de Mary Daza Orozco sobre la violencia en Urabá hace 20 años, porque creo que éste debería ser parte, entre otros muchos documentos, de un currículo en historia que funcione como una forma de reparación simbólica. Un currículo que nos saque de este ambiente posdictatorial en el que en el imaginario popular, la barbarie contra las víctimas -el sendero de recuerdos insepultos digno de una tragedia griega al que ha tenido que enfrentarse cada una de ellas- nunca sucedió, y en el que si algo pasó, como he oído múltiples veces, “fue porque algo debían”.


Ps: Para detalles metodológicos y otras discusiones ver en La Silla Vacía los primeros comentarios en orden cronológico.




El nuevo movimiento estudiantil y el fin de las pedreas


Por Javier Corredor
Las marchas contra la reforma a la ley de educación superior han hecho visible un nuevo movimiento estudiantil caracterizado por acciones simbólicas que pacíficamente buscan alcanzar un alto impacto mediático. No es por eso gratuito que entre las notas destacadas de las noticias de la noche se presentaran imágenes de los estudiantes abrazando a los policías antimotines, o que en la prensa nacional se hiciera referencia recurrente al carácter pacífico de la mayoría de las manifestaciones. Este movimiento parece haber encontrado un punto de inflexión frente a formas de protesta caracterizadas por enfrentamientos violentos con la fuerza pública. En alguna medida, lo que esta nueva forma de expresión ha hecho es catalizar un sentimiento existente desde hace rato en las comunidades universitarias: que las pedreas no tienen fin, objetivo, y que es tiempo de terminarlas. 
Es posible y necesario en toda democracia tener diversas opiniones sobre las virtudes de la reforma. Por citar sólo un ejemplo, algunos de los autores de este blog tienen una opinión diferente a la mía en relación con el rol del sector privado en el aumento en la calidad de la educación, y por esa vía una opinión positiva sobre las virtudes de la reforma. En una cosa, sin embargo, podemos estar de acuerdo: una transición a formas de manifestación política pacífica representa un avance frente a los actos violentos que han caracterizado en el pasado a un sector del movimiento estudiantil y han servido para estigmatizarlo.
En alguna medida, el florecimiento de este nuevo movimiento ha sido facilitado por un  sentimiento de agencia mediática originado en el acceso a medios digitales. Los estudiantes se sienten empoderados y, a diferencia de sectores menos globalizados de la protesta, entienden que los medios alternativos les permiten manifestarse más allá de las restricciones de la prensa oficial. En los nuevos medios, también, los estudiantes adquieren conciencia mediática y pueden mirarse al espejo. Saber qué se ve bien y qué se ve mal frente a la opinión pública. En la misma línea, es claro que las formas de manifestación expresadas han sido inspiradas, vía youtube, por las recientes protestas en Chile.
El éxito de un movimiento de este tipo, sin embargo, depende de varias cosas. Primero, necesitan ejercer control político y transformar en votos efectivos (particularmente para el legislativo) sus posiciones. Sin un seguimiento a los parlamentarios encargados de discutir el proyecto, y un costo político asociado a sus posiciones, es muy difícil que los estudiantes logren influir en la redacción final de la reforma.
Segundo, necesitan elegir las batallas y alejarse de generalizaciones improcedentes. La discusión no es si hacer o no una reforma a la ley 30 (al fin y al cabo la ley 30 es inviable desde hace rato), tampoco es sobre abstracciones relativas a la privatización y al modelo neoliberal, la discusión es en qué forma se distribuyen los recursos asignados en relación con las metas de cobertura y si estos son suficientes.
En este mismo sentido, los estudiantes necesitan saber cuándo y en qué puntos ser flexibles. Entender, por ejemplo, que el problema no es con los rectores de las universidades públicas, y que en algún punto son más efectivas, en términos de opinión, marchas masivas repetidas constantemente que el desgaste de un paro de seis meses.
Tercero, los estudiantes necesitan construir un nuevo lenguaje que sea accesible a todos los ciudadanos, particularmente los menos educados, y alejarse de la retórica de cierta parte la izquierda caracterizada por abstracciones inentendibles. Esto es, evitar perderse en palabras que de tanto repetirse se han vuelto vacías como “ideología neoliberal”, “gobierno títere” “proletariado y plusvalía” “penetración cultural” “imperialismo”, “oligarquía” o “lucha”.
Finalmente, el nuevo movimiento tiene que mantener distancia frente a los sectores que dentro de la protesta estudiantil, y dentro de la izquierda misma, propenden por una confrontación violenta, aquellos que creen en agudizar las contradicciones, en que la piedra -y no la política- liberará a Palestina, y en todos los otros lugares comunes de la izquierda de la guerra fría.
La pregunta es: ¿Podrá este nuevo movimiento estudiantil lograr lo que siempre hemos querido aquellos que nos adscribimos a la izquierda moderada -orgullosamente rosada frente a los rojos encendidos de la vieja izquierda- que es acabar con formas de manifestación violentas, y de paso contraproducentes, y remplazarlas por nuevas formas de participación? ¿Será este el fin de las pedreas?