jueves, 27 de diciembre de 2012

Más horas, más niños, peor educación


Hace poco tuve una conversación con un padre de familia que me sorprendió. Básicamente, este padre de familia sostenía que la educación pública había dejado de ser una opción en la ciudad donde él había crecido y que planeaba enviar a sus hijos a una escuela privada. La conversación no me sorprendió porque afirmara que existía una asimetría entre la calidad de la educación pública y privada, sino porque dejaba implícita la idea de que la calidad de la educación pública, al menos en la región a la que él se refería, había venido disminuyendo. Esto me recordó a su vez unas declaraciones de Moisés Wasserman en la que, en relación con las posibles implicaciones de la reforma a la ley 30 en educación superior, se preguntaba: ¿Dónde habían quedado los grandes colegios públicos?.
Para quienes trabajamos en investigación educativa, esta hipótesis es sorprendente porque en los últimos 10 años se han implementados como nunca medidas para mejorar la calidad de la educación pública. Estas medidas incluyen un aumento fuerte en los sistemas de evaluación docente y estudiantil, el aumento del número de días que los niños deben pasar en el aula, y un impulso amplio a la cobertura del sistema público en educación. Entonces ¿Cómo es posible que la percepción de la calidad este disminuyendo?
Es posible que la calidad se haya visto afectada por factores coyunturales como la imposición de la promoción automática, que evita la deserción pero sacrifica los recursos de los docentes en términos de exigencia académica. Es posible también que la calidad se haya podido ver afectada por la restricción existente en muchas regiones a la opción que tienen los profesores de pedir libros de texto. Decisión que si bien protege el acceso de los estudiantes, deja a los maestros sin herramientas para respaldar el aprendizaje en el aula. Es también posible que los colegios públicos en las capitales sean la última talanquera, el último dique, que contiene la explosión social proveniente del desplazamiento y las consecuencias de la guerra que hemos vivido. En este sentido, en los últimos años los colegios han tenido que empezar a atender poblaciones anómicas, con identidades fracturadas, y con niveles de vida muy deficientes. Es posible también que el aumento en la cobertura, haya sacrificado los niveles de calidad.
Es posible finalmente que las políticas tengan efectos paradójicos sobre la calidad de la enseñanza no pronosticados durante el diseño. Quiero hacer énfasis en una medida sobre la cual he hablado con algunos profesores en visitas recientes a colegios: el aumento en cobertura sin un aumento en la planta física (e.g., edificios e instalaciones). Particularmente, me refiero aquí a los aumentos en el número de horas de clase que los docentes deben dictar a la semana. Estas medidas han causado, en palabras de los docentes, simplemente un aumento en el tamaño de las clases, el cual se sabe en la literatura es un factor negativo en el rendimiento académico.
La lógica como me la explicaron los profesores es la siguiente: en directrices recientes el Ministerio ordenó que los docentes deberían cumplir 22 horas efectivas de clase a la semana. En años anteriores, se contaban las horas de clase por el número de periodos de clase que eran de 55 minutos, es decir, que los docentes dictaban aproximadamente 20 horas a la semana. En la nueva política del Ministerio, los docentes deben aumentar su carga para cumplir con las 22 horas efectivas, osea, tienen que dictar 22 horas de clase y no 20 horas a la semana como sucedía anteriormente. Hasta ahí todo bien (a pesar de las críticas de FECODE). El problema es que las horas de clase están amarradas al número de estudiantes. Es decir el número de horas que se deben dictar en un colegio depende del número de estudiantes. A más estudiantes, más horas necesitan ser cubiertas. El problema es que con la nueva directriz la única forma en que los colegios pueden cuadrar las cuentas es aumentando el número de niños por profesor (dado que los salones no aumentan y están ocupados en su totalidad durante las 6 horas de jornada escolar). Es decir, educar 20 niños implica, en un ejemplo hipotético, 20 horas de clase (Osea la carga de un profesor). Educar 220 niños, 220 horas. El problema es que esas 220 horas antes de la nueva normativa equivalían a la carga de 11 profesores, y ahora a la carga de 10 profesores solamente (osea que sobraría un profesor). ¿Cómo pueden los colegios solucionar esto? Poniendo 20 niños más en sus salones de clase. Este hecho puede tener un efecto negativo en la calidad, equivalente al que ha tenido el aumento en el tamaño de las clases para cumplir con las metas de cobertura.
Es claro que aumentar la carga docente permite controlar fenómenos perversos como los profesores por taxímetro, aquellos que trabajan un rato en el colegio público y después hacen otra jornada en un colegio privado (que son una minoría). Sin embargo, si no se revisan cuidadosamente los efectos de estas medidas, los resultados pueden ser igualmente perversos. En su entrada, Darío Maldonado, por ejemplo, señaló que los maestros colombianos no trabajan menos, sino más que los maestros de países comparables. Creo adicionalmente que es necesario abandonar la lógica del sufrimiento, propia de las tradiciones católicas, en la construcción de la política pública en educación. En está lógica, se considera que de más trabajo y más exigencia se deriva necesariamente un mejor aprendizaje. Los estudios desde hace muchos años han mostrado queperíodos de descanso más largos mejoran el aprendizaje, y que dormir más es necesario para un desempeño de alto rendimiento. Al final, no se trata de exigir más, sino de proporcionar mejores herramientas.

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