Cometer errores es la clave del progreso. Por supuesto, hay ocasiones en las que es importante no cometer ningún error: pregúntele a cualquier cirujano o piloto de líneas aéreas. Pero no son muchos los que se dan cuenta de que también hay ocasiones en las que el secreto del éxito radica en cometer errores. No me estoy refiriendo a la máxima popular de que quien nada arriesga, nada gana. Aunque dicha máxima fomenta una saludable disposición a aceptar riesgos, no señala los beneficios positivos que tiene, no ya el arriesgarse a cometer errores, sino el cometerlos efectivamente. Cuando uno comete un error, en lugar de retirarse abatido, debería estudiar los propios errores y darles vueltas en la cabeza como si fueran obras de arte, que es lo que son en cierto modo. Conviene buscar ocasiones de cometer grandes errores, para poder recuperarse de ellos.
Primero la teoría y después la práctica. Los errores no sólo constituyen excelentes oportunidades para aprender; en un cierto e importante sentido, constituyen la única oportunidad de aprender algo verdaderamente nuevo. Para que pueda darse el aprendizaje, tiene que haber aprendices. Dichos aprendices habrán evolucionado por sí mismos o habrán sido “diseñados” y “construidos” por anteriores aprendices que ya evolucionaron. La evolución biológica avanza mediante un grandioso e inexorable proceso de ensayo y error, y sin los errores, los ensayos no lograrían nada. Esto se puede aplicar a cualquier proceso de diseño, tanto si el diseñador es muy hábil como si es un estúpido. Cualquiera que sea el problema del diseño planteado, si no se conoce la solución de antemano (porque a alguien se le ocurrió antes y nosotros la aprendimos, o porque Dios nos la reveló), el único modo de encontrar la respuesta es dar algunos saltos creativos en el vacío y comprobar los resultados. Si uno ya sabe mucho –aunque no conozca la solución al problema del momento-, puede dar dichos pasos guiándose desde un principio por lo que ya sabe; no se están dando simples tanteos de ciego.
Pero en el caso de la evolución, que no sabe nada, los saltos hacia la novedad se dan completamente a ciegas, por medio de mutaciones que se deben a errores cometidos al copiar el ADN. La verdad es que casi todos estos errores son fatales. Dado que la inmensa mayoría de las mutaciones tiene efectos perjudiciales, el proceso de selección natural se encarga de que la tasa de mutaciones sea muy baja. Por suerte para nosotros, la precisión no es absoluta, porque si lo fuera ya se habría detenido la evolución, habiéndose secado sus fuentes de novedad. Ese minúsculo fallo, esa “imperfección” del proceso, es el origen de la complejidad del mundo vivo, con todos sus maravillosos diseños.
La reacción inmediata al cometer un error debería ser “Está bien, no lo volveré a hacer”. La selección natural procede de este modo al eliminar los casos fallidos antes de que puedan reproducirse. En el cerebro de todo animal capaz de aprender a no hacer ese ruido, no tocar ese cable o no probar esa comida debe actuar algo con una fuerza selectiva similar, que los psicólogos llaman “condicionamiento aversivo”. Los seres humanos hemos llevado las cosas a un nivel mucho más rápido y eficaz. Somos capaces de pensar y reflexionar sobre lo que hemos hecho. Y al pensar en ello, afrontamos directamente el problema que todo cometedor de errores debe resolver. ¿qué es eso, exactamente? ¿Qué fue lo que hice mal para meterme en este lío? El truco consiste en aprovechar los detalles concretos del lío en que nos hemos metido, para estar mejor informados en el próximo intento y no seguir dando tanteos de ciego. Dado que ese intento ha fracasado, ¿por dónde debemos lanzar el siguiente?
En su aspecto más simple, esta técnica la aprendemos en la escuela primaria. Recuérdese lo extraña e incomprensible que parecía en un principio una división larga. Nos enfrentábamos con dos números inconcebiblemente grandes y no sabíamos ni cómo empezar. ¿Cabe el divisor en el dividendo seis veces o siete? ¿O son ocho? ¿Quién sabe? Pero no era necesario saberlo; bastaba con probar el número que mejor nos parecía y comprobar el resultado. Recuerdo que me sentí casi escandalizado cuando me dijeron que tenía que empezar “simplemente tanteando”. ¿No estamos hablando de matemáticas? Uno no se anda con tanteos en asuntos tan serios, ¿no es así? Pero poco a poco llegué a apreciar la belleza de la táctica. Si resultaba que el número elegido era muy pequeño, se probaba de nuevo con otro mayor; si resultaba muy grande, se probaba con otro más bajo. Lo bueno de las divisiones largas era que siempre acababan saliendo, aunque uno metiera la pata a lo grande al elegir el primer cociente, en cuyo caso se tardaba un poco más.
Esta técnica general de hacer tanteos más o menos fundados, deduciendo sus implicaciones y utilizando el resultado para introducir correcciones en la siguiente fase, ha encontrado numerosas aplicaciones. Los navegantes, por ejemplo, determinan su posición en altamar empezando por adivinar dónde están. Calculan a ojo su latitud y longitud y después deducen a qué altura se encontraría el Sol si (por una increíble coincidencia) fuera ésa su verdadera posición. A continuación, miden la elevación real del Sol y comparan los dos valores. Con unos pocos cálculos más, saben qué corrección deben aplicar, y en qué sentido, a su posición inicial. Viene muy bien hacer un primer cálculo aproximado, pero no importa que esté equivocado. Lo importante es cometer el error, con todos sus gloriosos detalles, para tener algo concreto que corregir.
Por supuesto, cuanto más complejo sea el problema, más difícil resulta el análisis. Los especialistas en inteligencia artificial (IA) llaman a esto el problema de la “asignación de créditos” (credit assignment), aunque también se lo podría llamar “asignación de culpas”. Muchos programas de IA están diseñados para “aprender”, corrigiéndose a sí mismos cuando detectan que su actuación es errónea, pero uno de los problemas más enrevesados de la IA es determinar qué partes del programa tienen la culpa y cuáles han cumplido. Éste es también uno de los principales problemas –o, por lo menos, una fuente de dudas y confusión- de la teoría evolutiva. Tarde o temprano, tras una vida más o menos complicada, todos los organismos de la Tierra acaban por morir. ¿Cómo puede distinguir la selección natural entre toda la compleja maraña de detalles los factores positivos y negativos, para “premiar” a los buenos y “castigar” a los malos? ¿Tenemos que creernos que algunos hermanos de nuestros antepasados murieron sin descendencia porque el tamaño de sus párpados no era el correcto? Y si no, ¿cómo puede el proceso de selección natural explicar que nuestros párpados hayan llegado a tener la bonita forma que ahora presentan?
Una técnica para facilitar la resolución del problema de la asignación de créditos consiste en ordenar las ocasiones de error en una “jerarquía”: una especie de pirámide de niveles, con una red de seguridad a cada paso. Sobre todo, no hay que desordenar las partes que ya funcionan bien; hay que correr riesgos de manera oportunista. Esto quiere decir que se debe planificar el proyecto de manera que en cada paso se puedan comprobar los errores y adoptar medidas para remediarlos. Entonces se puede ser atrevido en la ejecución, aprovechando los éxitos imprevistos y estando dispuesto a aceptar con elegancia los probables fracasos. Esta es una técnica que los magos ilusionistas –al menos los mejores- utilizan con resultados asombrosos. (Espero no incurrir en las iras de los magos por revelar este truco, ya que no se trata de un truco concreto sino de un principio general muy profundo). Un buen mago conoce muchos trucos de cartas que dependen de la suerte. No siempre funcionan, ni siquiera funcionan con frecuencia. Algunos efectos –difícilmente se los puede llamar trucos- sólo salen bien una vez de cada mil. Pero lo que hay que hacer es lo siguiente: se empieza diciéndole al público que se va a realizar un truco y, sin decir qué truco va a ser, se comienza con el efecto que sólo sale una de cada 1000 veces. Como es natural, casi nunca funciona, de manera que se continúa sin detenerse realizando un segundo intento: por ejemplo, un efecto que sale bien una vez de cada 100. Si también éste falla (que es lo más probable), se pasa al efecto número tres, que sólo funciona una de cada 10 veces, y más vale que se tenga preparado el efecto número cuatro, que sale bien la mitad de las veces; y si todo esto falla (aunque, por lo general, una de las anteriores redes de seguridad habrá salvado ya al mago de esta terrible situación), siempre queda el efecto infalible, que no impresionará mucho al público, pero que al menos no puede fallar. A lo largo de toda la actuación, hay que tener muy mala suerte para depender siempre de este último recurso, y cada vez que sale bien uno de los efectos más vistosos, el público se queda estupefacto. “¡Es imposible! ¿Cómo ha podido saber que ésa era la carta?” ¡Ajá! No lo sabíamos, pero sabíamos como lanzar un golpe a ciegas con esperanzas de acertar. Ocultando de la vista los “errores”, se crea un “milagro”.
La evolución funciona del mismo modo: todos los errores estúpidos tienden a quedar invisibles, y lo único que vemos es la sensacional cadena de triunfos. Por ejemplo, más del 90% de los organismos que han existido murieron sin descendencia, pero ninguno de nuestros antepasados sufrió esta triste suerte. ¡Para que ahora se hable de familias afortunadas!
La principal diferencia entre la ciencia y la magia teatral es que en la ciencia los errores se cometen a la vista del público. Se exhiben para que todo el mundo –y no sólo uno mismo- pueda aprender de ellos. De este modo, uno puede aprovechar la experiencia de todos los demás, y no sólo su propia e idiosincrásica sucesión de errores. Dicho sea de paso, esto es lo que nos hace más listos que casi todas las demás especies. No se trata simplemente de que tengamos cerebros más grandes o más potentes, sino de que compartimos las ventajas que nuestros cerebros individuales han conseguido obtener en sus experiencias personales de tanteo y error.
El secreto está en saber cuándo y cómo cometer errores, para que nadie salga demasiado perjudicado y todos puedan aprender de la experiencia. No deja de asombrarme la cantidad de gente inteligente que no entiende esto. Conozco investigadores ilustres que recurren a los extremos más ridículos para no tener que reconocer que se equivocaron en algo, aunque se tratara de algo trivial. Al parecer, nunca se han dado cuenta de que la Tierra no los va a tragar porque digan “Tiene razón. Creo que estaba equivocado”. Todos habrán observado que a la gente le encanta señalar errores ajenos. Si se trata de personas generosas, apreciarán que se les dé la oportunidad de ayudar, y así lo reconocerán; y si se trata de gente mezquina, simplemente disfrutarán haciendo ver que alguien se ha equivocado. Pero en cualquier caso, todos salimos ganando.
Desde luego, nadie disfruta corrigiendo los errores estúpidos de los demás. Hay que tener algo nuevo e interesante que decir, algo original que pueda ser acertado o no, y para eso hay que construir una pirámide de ideas arriesgadas, como la que utilizan los magos en sus trucos de cartas. Además, hay un premio sorpresa: si es uno de los que más se arriesgan, la gente la pasará muy bien corrigiendo errores estúpidos, para que alguien no es tan especial, que es tan falible como el resto de nosotros. Conozco filósofos que –aparentemente- jamás han cometido un error en su trabajo. Su especialidad consiste en señalar los errores ajenos, lo cual puede constituir un servicio muy valioso, pero nadie excusa sus propios errores con una sonrisa amistosa.
Por lo general, no tenemos que arriesgar la vida y la integridad para aprender de nuestros errores, pero hay que prestarles constante atención, sin perderlos nunca de vista. Lo más importante es no intentar nunca ocultar los errores. Si uno los oculta, es posible que consiga aumentar su reputación, como lo hacía el mago; pero se trata de una solución a corto plazo que, a la larga, acabará constituyendo un tormento. En segundo lugar, hay que aprender a no engañarnos a nosotros mismos, negando que los hayamos cometido o procurando olvidarlos. Esto no es fácil. La reacción humana natural ante el error es de vergüenza y enfado, y hay que esforzarse mucho para superar estas reacciones emocionales. Procuremos adquirir la poco frecuente costumbre de recrearnos en nuestros errores, desentrañando con gozo las curiosas ocurrencias que nos llevaron a equivocarnos. Entonces, después de sacarles todo el partido posible a los errores cometidos, ya puede uno olvidarlos sin problemas y buscar la siguiente gran oportunidad.
A lo largo de la vida, todos cometemos muchos errores, y algunos de ellos (a menos que se trate de una persona verdaderamente afortunada) resultarán muy dolorosos, para uno mismo o para otros. Siempre hay maneras de sacarles el mejor partido posible, porque cuanto más aprendemos de los errores relativamente inofensivos menos probable será que cometamos los más desastrosos.
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