Durante la última década, se implantaron reformas en la educación en ciencias sociales dirigidas a reemplazar los modelos tradicionales de enseñanza que se centraban en la memorización de nombres de próceres y fechas de batallas. Las reformas se dirigían por un lado a promover el desarrollo de competencias científicas en los estudios sociales y por el otro a desarrollar competencias ciudadanas. En un escenario ideal, se esperaba que las personas fueran capaces de entender y respetar los derechos propios y ajenos, de utilizar los mecanismos institucionales que permitían el ejercicio de esos derechos, y de pensar los fenómenos sociales con la perspectiva de expertos disciplinares. El respaldo acrítico de muchos ciudadanos a la revocatoria del congreso demuestra que dicho objetivo no se ha logrado. Las reformas fracasaron, por un lado, por la inercia pedagógica de la que son cómplices muchos docentes, administradores educativos y editoriales, y, por el otro, por la idea cada vez más extendida de que para ser un buen ciudadano basta con ser una buena persona.
Igual que con el método científico, enseñado y aprendido de memoria, gran parte de la historia que aprenden los colombianos sigue siendo regida por los libros de texto, que en poco han variado sus contenidos a partir de las reformas educativas. Lo poco que sabemos de historia lo sabemos de memoria, sin entender lo que Gaea Leinhardt llama temas y estructuras, los hilos invisibles que se tejen detrás de los eventos y las coyunturas del día a día, las instituciones y los escenarios, las tensiones en las cuales estos eventos suceden. Tampoco tenemos habilidades mínimas de investigación en las áreas de ciencias sociales; somos, por ejemplo, incapaces de hacer lo que Sam Winburg llama sourcing: la capacidad de evaluar en cada fuente, en cada declaración, los intereses que se esconden detrás de los recuentos. No podemos en palabras de hoy distinguir, y temer, una convocatoria a una constituyente encomendada por el Uribismo, de una revocatoria del congreso promovida por un senador de izquierda. No podemos evaluar las radicalmente diferentes consecuencias de ambas; ni tampoco entender las vías institucionales y las restricciones de ambos procesos.
Más preocupante aún es lo que no aprendemos. En parte por el dominio excesivo del discurso de las competencias, que separa razonamiento de contenido, los colombianos pensamos hoy en día la historia sin nombres y los derechos sin mecanismos. En este discurso, se asume que un ciudadano es capaz de comprender “algunas característica de las organizaciones político-administrativas colombianas en diferentes épocas”, sin entender los actores con nombres propios y los intereses existentes en dichos escenarios. Este discurso también asume que las personas son capaces de comprender “las características del Estado de Derecho y del Estado Social de Derecho” sin tener un razonamiento complejo de las tensiones emergentes en las que éste se desenvuelve. Aunque, en muchos casos, los estándares mencionan los mecanismos institucionales, la traducción de dichos estándares a la práctica ha estado mediada por creencias como que basta crear ambientes democráticos en el aula y ciudadanos tolerantes en lo interpersonal para mejorar automáticamente la participación ciudadana.
La investigación en cognición y educación ha mostrado consistentemente que el contenido importa en el razonamiento en dominios específicos como la historia. No se puede ser inteligente en abstracto. No basta con indignarse con los crímenes de los paramilitares si se es incapaz de seguir la ruta, de nuevo, con nombres propios, que los conecta con personajes de la vida pública. No basta indignarse con el congreso, si a la hora de votar no podemos seguir las relaciones a través del tiempo que conectan las redes políticas del congreso con los poderes regionales, o si no entendemos las funciones que éste tiene en el sistema de pesos y contrapesos de la democracia. Una conclusión fácil para un ciudadano educado debería ser que cerrar el congreso es dejar al ejecutivo sin equilibrios: es no entender que hay que colonizar los espacios políticos sin destruirlos, que hay que participar sin dejarse manipular.
No es que no haya momentos para empujar iniciativas ciudadanas que van más allá de lo institucional. Ha habido momentos en que era necesario hacerlo, como, por ejemplo, en la convocatoria a la asamblea nacional constituyente del 91. Sin embargo, el temor ya expresado por muchos es que los colombianos no entendemos la democracia. Y sin esto es muy fácil que en los afanes anti-institucionales muchos intenten pescar en río revuelto, que bajo esta cubierta oscura se pueden ocultar los enemigos de la constitución y sus defensores, los que quieren revocar el congreso desde la izquierda y los que quieren debilitar al presidente desde la derecha. El temor es que los ciudadanos no entiendan al final que si no votamos bien, y no construimos opciones de participación política, no hay mucho que hacer. Porque nadie quiere, como sucedió en Egipto, derrotar una dictadura de 30 años y terminar eligiendo entre un miembro del gobierno anterior y los hermanos musulmanes (o los que sean sus equivalentes en el momento político actual de los colombianos).
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